«El apocalipsis siempre es un problema que acompaña a la humanidad»

[Nota del editor: artículo revisado el 23 de noviembre de 2022]

Uriel Fogué es arquitecto por la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid y doctor por la Universidad Politécnica de Madrid. Codirige la oficina de arquitectura elii y este año ha publicado “Las arquitecturas del fin del mundo” en Puente Editores.

Pregunta: ¿De dónde surge Las arquitecturas del fin del mundo? ¿Qué te lleva a escribirlo?

Respuesta: Fue una invitación del editor, Moisés Puente. Él tiene una línea editorial que resume como recoger algunos textos clásicos de arquitectura que no están traducidos al español, pero, de repente, se dio cuenta de que había una serie de gente más joven o viva que sería interesante darle espacio en el catálogo. En una presentación de un libro me propuso escribir algo, empezamos a hablar, y surgió esta colección de ensayos, al que añadimos otro artículo más largo, que da título al libro. Son textos que en principio no estaban pensados para estar en un libro, pero al ponerlos juntos nos dimos cuenta de que resonaban muchas cosas, que habitaban un universo compartido.

P: En tu libro nos hablas de cajas negras, microtecnologías de las que estamos rodeados y que de una u otra forma condicionan nuestro comportamiento. Con el pensador Bruno Latour, nos dices que hasta cierto punto son necesarias, pero que hemos tendido a olvidar otro tipo de caja negra, más teatral. ¿Puedes hablarnos un poco de esto, de los tipos de caja negra, y de la innovación que planteáis?

R: Es un concepto que suele utilizarse en los estudios sociales de la ciencia para referirse a muchas tecnologías invisibles, como las cajas negras de los aviones. No sé si “necesarias” sería la palabra, pero, desde luego, están ahí, y funcionan para que el mundo sea como es. A este tipo se le llama en el artículo la “caja negra tecnológica”. Pero hay una coincidencia terminológica potente, que a lo mejor no es tan coincidencia, que es la caja negra escénica. En teatro, se suele llamar al escenario, ese espacio con arquitectura tan peculiar, “caja negra”. Para mí, son arquitecturas que están equipadas para activar o habilitar cualquier ficción. La caja negra escénica también está llena de tecnologías invisibles, pero lo que me parece más interesante de estos espacios es que son lugares de experimentación. Son pequeños laboratorios donde hacer experimentos con el cuerpo, con la mirada, con el lenguaje, etc. Loïe Fuller [actriz y bailarina estadounidense del siglo XX] es una de las artistas que reinventan la caja negra como objeto de experimentación y de transformación en sí mismo. Si juntamos las dos cajas negras, podemos dotar a los espacios de esas condiciones que les permitieran solo ser lugares para experimentar con uno mismo. Descajanegrizar en términos técnicos para recajanegrizar en términos escénicos, que nos da un juego potente para pensar los espacios de otras maneras.

P: Y esto lo utilizáis para reinventar, por así decir, el famoso escenario del “drama familiar” como se le ha venido a llamar, que al final es el espacio doméstico, en alguno de vuestros proyectos en el estudio.

R: Sí. Ese proyecto que se describe en ese capítulo es Didomestic, un ático en el centro de Madrid para una persona que empieza una vida nueva. La idea ahí era construir un pequeño teatro doméstico, es decir, desplazar muchas de las inteligencias de las tecnologías que conocemos de los teatros al espacio doméstico para permitirle realizar experimentos, como hacen los performers en el teatro, consigo misma. En el estudio nos interesa mucho esa condición experimental del espacio, entendiendo por esta el espacio que te acompaña, la posibilidad de realizar un experimento. Lo que es más interesante es que no es que este espacio sea un teatro doméstico, todos los espacios domésticos son teatro. Los guiones sociales hacen que tengamos una dramaturgia del día a día. Estos proyectos buscan tomar conciencia de eso para acompañar a los habitantes en su condición performativa, para que puedan reescribir sus guiones. Vaya, no necesariamente aceptar los guiones sociales que le habían impuesto. No tienes por qué cambiarlo si no quieres, pero la cosa es que, si los quieres cambiar, el espacio te acompañe.

P: Tiene mucha resonancia con estas dos concepciones de la caja negra el par de términos repliegue/despliegue que analizas en el capítulo que escribes con Fernando Domínguez Rubio. En ese contexto comentáis algunos ejemplos de urbanismo táctico, intervenciones como la acampada en la Puerta del Sol durante el 15-M. ¿Cuál sería la diferencia en el modo de operar entre la vieja arquitectura monumental y estas arquitecturas efímeras, en términos de las dinámicas del repliegue y el despliegue?

R: Básicamente, la mayoría de los espacios vienen con un manual de instrucciones, digamos. El antropólogo Adolfo Estalella explica que los espacios tienen instrucciones porque instruyen y porque están instruidos de determinada manera; les dan instrucciones como si vinieran replegadas dentro de ellas. En el urbanismo es muy claro. Cuando viene la definición urbanística de un trozo de ciudad, por ejemplo, un parque, viene la definición de qué es un parque, tiene replegado lo que es un parque, cómo se utiliza, qué rituales se hacen en él. Eso lo hemos llamado las lógicas del repliegue. En el texto se analizan dos escuelas al respecto. Una sospecha de la materia arquitectónica porque cualquier materia tiene caja negra, con instrucciones replegadas, y señalan que hay que estar en guardia siempre, no vaya a ser que nos condicionen. Y luego está la de los herederos de Latour, que serían los apologistas que consideran que entender la materia como algo programable es una posibilidad de encontrar consensos sociales. Lo que nos parece a nosotros interesante es que tanto unos como otros dan por hecho lo que los espacios nos hacen hacer, como si esas instrucciones fueran siempre eficaces. Y en realidad, si revisamos la historia, esto no siempre es así. Si nos centramos también en cómo se pueden desplegar las instrucciones de uso de esos espacios de otras formas posibles, entonces se abre otra manera de entender las capacidades políticas del diseño, que no solamente se basan en escrutar como el diseñador ha sido capaz de inscribir en la materia instrucciones políticas, sino en las formas en las que los usuarios despliegan en luz en mediante la creatividad de sus modos de habitar. La acampada del 15-M es un ejemplo perfecto. La Puerta del Sol tiene reflejadas unas lógicas de uso del espacio que fueron totalmente subvertidas. Ahora, dicho todo esto, yo no lo plantearía necesariamente como una dicotomía entre la vieja arquitectura y la nueva arquitectura, porque las lógicas del despliegue existen desde las cavernas.

Acampada en la madrileña Puerta del Sol durante el 15-M. (Daniel Ochoa de Olza/AP/GTRES)

P: ¿Por qué podemos decir que el barón Haussmann, diseñador del París moderno, era un sádico?

R: Pues buena pregunta. Yo no digo que sea un sádico. Lo que yo analizo en ese artículo es que las lógicas espaciales que se ponen en juego en el proyecto arquitectónico de Haussmann coinciden con las lógicas espaciales que pone en juego el marqués de Sade en sus espacios de ficción. Y esto es bastante interesante, porque si tú le analizas, no con los típicos dibujos con los que se estudia, sino la sección, el corte en la ciudad, ahí vemos cómo Haussmann – y no solo él – establece una manera de relacionarse con el medio muy concreta. El corte de la sección de Haussmann tiene una frontera que divide dos mundos. El mundo de la caja negra precisamente es el mundo invisible de tecnologías, una especie de ciudad invisible que hay debajo de nuestros pies, como si debajo de ellos hubiera otro mundo de ciudadanos tecnológicos que silenciosamente están trabajando para que tu día a día sea “normal”. Y, por otro lado, estaría el mundo en el que habitamos nosotros, el bulevar, el mundo del arte, el mundo visible. En ese dispositivo que funcionó muy bien para las reformas higienistas del siglo XIX, se inscribe una determinada forma de relacionarse con la naturaleza, que es aquella en que la naturaleza es expulsada de la ciudad, y para entrar a la ciudad tiene que hacerlo bajo formatos de domesticación. Por ejemplo, el agua, si entra dentro de la ciudad, tiene que entrar bajo esos sistemas de alcantarillado o esos sistemas de saneamiento, o su sistema de fontanería, es decir, un agua que es tratada. El agua que sale en el grifo de las ciudades modernas es un agua que es, digamos, tan artificial como la Coca-Cola. Bueno, pues la arquitectura de Justine de Sade tiene exactamente la misma lógica espacial. Hay una frontera que separa un mundo de cajas negras, de tecnologías invisibles, de sometimiento, en este caso de recursos humanos, que son las doncellas que son secuestradas. Y luego el mundo visible. Al otro lado está el convento, que es espacio de tecnologías de representación. El Bulevar en París es un espacio de representación de un mundo pacificado que, en realidad, está lleno de violencias. En una se están llevando a cabo relaciones de sometimiento de la naturaleza, los recursos naturales; en la otra se están llevando a cabo los procesos de sometimiento de cuerpos.

P: La pensadora Donna Haraway dice que no solo en la ciudad tenemos procesos de domesticación, sino que la imagen de lo que hay “al otro lado”, la idea de la naturaleza virgen y primitiva, también se construye de forma simétrica, por así decirlo. ¿Hay que repensar también la naturaleza en estos términos?

R: Completamente. Haraway lo ve en sus estudios del Museo de Ciencias Naturales de Nueva York, que son una arquitectura perfecta para colocar la naturaleza al otro lado de una ventana. Es ese dispositivo que coloca la naturaleza como un objeto a ser contemplado, un lugar exótico, mediatizado totalmente, que se supone que es naturaleza cuando, en realidad, no es otra cosa que una construcción totalmente artificial donde se proyectan un modelo económico muy concreto, de familia nuclear, etcétera, etcétera. La exposición «Against Nature» expuesta en el Museo de Historia Natural de la Universidad de Oslo surge como una una contestación a los dioramas del Museo de Ciencias Naturales de Nueva York. Allí se muestran otras taxonomías que están surgiendo y se está reescribiendo la biología desde el punto de vista de la ecología, desde una perspectiva que incluye el deseo, entendiendo que hay otras formas de parentesco, que otras formas de relaciones que van muchísimo más allá de las relaciones exclusivamente basadas en la reproducción, que es una mirada muy funcionalista que asimila la naturaleza con una máquina autorreproductiva y donde cualquier posicionamiento ecológico pasaría por arreglar la máquina. Todo este pensamiento sigue siendo una herencia de la modernidad muy potente. No digo que esta mirada «termodinámica» no sea importante, digo que si nos quedamos ahí no estamos teniendo en cuenta cómo funciona eso que llamamos la naturaleza. Es cerrar los ojos a una gran parte de las acciones que hacen naturaleza tal y como la conocemos.

En respuesta a Seattle, el Museo de Historia Natural de Oslo organizó la exposición Against Nature?, explicando e ilustrando ejemplos de conducta homosexual entre especies no-humanas (Creative Commons)

P: Llegamos al título del libro. Tu tesis no se limita a explorar qué arquitecturas puede haber en el fin del mundo, sino que el apocalipsis es, en parte, una arquitectura, una forma de organizar el espacio. ¿Qué nos enseña este enfoque arquitectónico sobre los posibles fines del mundo?

R: Llevo un tiempo investigando el apocalipsis porque no es un secreto que vivimos bombardeados por mensajes apocalípticos. Y cuando me topé con el libro de Danowski y Viveiros de Castro (The Ends of the World, Polity: 2016). encontré la clave. Y es que, en realidad, el apocalipsis siempre es un problema que acompaña a la humanidad. Cada época tiene sus proclamas acerca del fin del mundo, y lo que hago aquí es recoger las que nos han tocado a nosotros. Me di cuenta de que el apocalipsis siempre está arquitectónicamente construido. No existe un apocalipsis que no movilice una serie de espacios. Unas veces lo hace de manera explícita y unas veces lo hace de manera implícita. Por ejemplo, Los búnkeres. En Chicago hay empresas que ofrecen búnkeres de lujo para milmillonarios que tienen piscina, spa, lugar para mascotas, campo de tiro, y un pequeño ejército la puerta por si te invaden los zombis o lo que sea. Aquí, en Chicago, estamos haciendo un taller de arquitecturas del fin del mundo. Bajo el marco de un Gabinete de Crisis de Ficciones Políticas estamos investigando qué pasaría si el apocalipsis está en marcha, pero no sabemos qué fin del mundo es el que está ocurriendo. Cada uno va a analizar un fin del mundo y los espacios que se están movilizando en cada caso. Otro ejemplo de fin del mundo es el fin de los mortales, el transhumanismo, donde los humanos “arreglan” la fragilidad de su cuerpo a través de tecnología. Este escenario trae consigo una serie de arquitecturas: centros de datos, minas de extracción y paisajes de chatarra electrónica, que son espacios que ya hoy en día estamos viendo.

P: ¿Nos queda alguna alternativa?

R: Pues para mí es entender que el fin del mundo está jugando con una palabra que tiene doble sentido. El fin significa, por un lado acabamiento, pero fin también significa finalidad, objetivo, proyecto. Y si me lo lleva a mi terreno, es un proyecto arquitectónico, es el fin del mundo. Esto no quiere decir no tomarse en serio los desafíos contemporáneos. Estamos en un momento jodido, eso está claro, pero quiere decir tomarlo como un proyecto. ¿Qué tal si pensamos el futuro como un proyecto colectivo que tiene que ser pensado entre todos juntos?

Álvaro Barredo

Álvaro Barredo es editor de El Viaje de Penélope.