Obras en Carabanchel en 1957. / Juan Miguel Pando Barrero (Fototeca Nacional)
Periódicos, ensayos y ayuntamientos; en los últimos años, todos ellos se han unido a un debate creciente sobre la forma en la que vivimos y su efecto en nuestra sociedad. La urbanización, en concreto, se ha encumbrado como objeto preferido de discusión, especialmente tras la publicación de La España de las piscinas (Arpa, 2021), del periodista y ensayista Jorge Dioni. En este libro, el autor hace un recorrido por las peculiares características de los PAUs (Planes de Actuación Urbanística), y las asocia tanto por su origen como por lo que fomentan con una ideología: la neoliberal. Este ambiente de debate en torno a nuestros modelos urbanos y al PAU, sin embargo, corre el riesgo a veces de conducir a simplificaciones y posturas poco matizadas. Es por ello que vale la pena dar un paso atrás y leer a aquellos autores que comenzaron a teorizar sobre la ciudad como objeto de análisis social y político; décadas después, puede que aún tengan algo que enseñarnos sobre los espacios que habitamos.
El legado de Henri Lefebvre (1901-1991) y Edward Soja (1940-2015)
Aunque la ciudad ha fascinado a pensadores desde hace muchos siglos, el análisis detallado de lo urbano es bastante reciente. Un hito en el desarrollo de esta joven disciplina fue la contribución de Henri Lefebvre. El filósofo y sociólogo francés incorporó a mediados del siglo pasado elementos de la teoría marxista para construir todo un utillaje que plasmara lo peculiar del fenómeno urbano. En su libro de 1974, La producción del espacio, propone una concepción rompedora del espacio. En vez de entenderlo como un recipiente vacío en el que se sitúan las partes de la ciudad, Lefebvre lo concibe como un producto social, es decir, como resultado de las tensiones sociales tanto históricas como presentes que subyacen a nuestras comunidades. El espacio, de esta manera, se convierte en crucial tanto para explicar los modos en los que el poder se ejerce, así como para describir a fondo nuestro día a día como habitantes de las urbes. La ciudad se convierte, entonces, en un todo complejo que va más allá de una mera ingeniería de la planificación.
El geógrafo Edward Soja siguió los trabajos de Lefebvre y redefinió una de sus herramientas conceptuales clave: la trialéctica del espacio. Aparte de lo que entendemos normalmente por espacio – la extensión y distribución geográfica de una ciudad – Lefebvre y Soja ven apropiado añadir otras dos capas para pintar una imagen completa de la espacialidad urbana. De esta forma, el espacio es “trialéctico” por consistir en tres niveles interconectados.
- El espacio percibido se refiere a la experiencia material de la geografía urbana a través de indicadores cuantitativos.
- El espacio concebido concierne a las interacciones entre las experiencias personales de los habitantes de la urbe. Los discursos de cada vecino pueden crear representaciones subjetivas del espacio que, a su vez, pueden acabar por transformar la ciudad.
- El espacio vivido analiza la ciudad como producto del pasado que sigue en relación con su historia en general.
Desde entonces, aproximarse al espacio desde una única capa para definirlo sería dañar a su todo presente y pasado.
El caso del cinturón rojo
Debido a que la abstracción es el enemigo de la teorización en muchas ocasiones, es necesario contextualizar las ideas de estos autores sobre qué constituye lo urbano. Baltimore, Los Ángeles y París han servido de referencia en obras capitales sobre urbanismo. En el caso que nos ocupa, en el sur de Madrid, hallamos el Plan de Ordenación Urbanística (PAU) del municipio de Móstoles, insertado dentro del llamado «cinturón rojo».
Su historia se remonta a la llamada tercera revolución urbana que vivió España durante el franquismo. Después de la Guerra Civil, el urbanismo se presentó como una herramienta más para perpetuar el nuevo orden social. El geógrafo David Harvey ilustra este potencial de la planificación urbana a través del ejemplo de París, que a lo largo de sus transformaciones modernas, procuró romper con su contexto inmediatamente anterior, para así desvincularse de los males y penurias que lo caracterizaban. La guerra, el hambre o la pobreza de antes ya no definen el nuevo orden gracias a esa destrucción del pasado predecesor y al nacimiento creativo del nuevo futuro.
Valiéndose de este mismo mecanismo de destrucción creativa, el franquismo quiso proclamar Madrid como capital del nuevo régimen y centro de la nueva industria nacional. Para ello era necesario alejar a toda costa el hambre y el sinhogarismo propio del suburbio resultado de la guerra civil, así como centralizar en ella todas las fábricas y ganancias del país. Políticas como el Plan Nacional de Vivienda buscaron contener el “cinturón de la anarquía del sur”, que agrupaba muchas de las bolsas de pobreza y de chabolas al sur de la capital. Se fueron construyendo Poblados de Absorción y Poblados Dirigidos para engullir el chabolismo y dar vivienda digna a los inmigrantes del campo, construyendo barrios interclasistas que eliminaran cualquier signo de colectivización sindical. De esta manera, Vallecas o Carabanchel, antes situados en ese cinturón, pasaron a ser parte de la capital del Reino.
A pesar del intervencionismo del régimen, el libre mercado logró abrirse paso. El Estado trasladó la responsabilidad de proporcionar vivienda a las empresas, cuyo sentido de rentabilidad disparó la construcción sobre suelo edificable en vertical, inaugurando la década de 1960 con una política de propiedad sobre apartamentos engullidos por hasta trece plantas. Las inmobiliarias entonces apostaron por levantar viviendas en terrenos del sur madrileño, más baratos por su precariedad. La capital no pudo contra su enemigo metropolitano por lo que lo alistó en sus tropas en pos de la modernización e industrialización.
Con la actuación institucional también por parte de un nuevo organismo llamado COPLACO se realizó una ordenación de la región metropolitana de Madrid donde cada territorio sería asignado con una de las tres funciones: esparcimiento residencial, construcción de poblados dormitorios o concentración de núcleos industriales. Los intereses económicos de las clases pujantes del norte de Madrid hicieron que el sur se dedicara a la función de los poblados dormitorios en la que se construyeran de forma masiva las viviendas obreras y migratorias, pasando a ser denominadas sus ciudades como ciudades-satélites-dormitorios. Es así como entre los años 60 y 80 los municipios del cinturón rojo llegaron a crecer un 326% en Móstoles o incluso un 2079% en Alcorcón. Muchos de estos movimientos de población se denominaron como “emigración nupcial”, porque muchas parejas jóvenes se movían a estas zonas con bajo coste.
Tras la llegada de la democracia, el suelo del sur seguía atrayendo industrias y trabajadores no cualificados por su bajo coste, mientras que la industria cualificada se ubicaba en el norte, cerca de los núcleos de poder. Esta tendencia la alentó la misma dinámica mercantil y de especulación de años pasados, ratificada por el Real Decreto 3288/1978 por el que se aprobaba la flexibilización de la construcción del suelo a partir de los PAU y, más adelante, con actuaciones públicas como el Plan Regional de Estrategia Territorial del 2000.
El municipio de Móstoles y, por extensión, el PAU 4 se presenta así como producto de una historia particular de desigualdades urbanas. Su pasado se basó en dinámicas de poder de una clase hegemónica procedente del franquismo, junto con la supervivencia de un capitalismo patológico que resolvía sus crisis en el espacio. Su espacio vivido, caracterizado por la vivienda masificada y estandarizada, la industria no cualificada en el sur y el abandono institucional del bienestar cotidiano de estas zonas es consecuencia directa de esta historia.
Las amplias capas de la ciudad
Con esta historia en mente, el alunizaje de Dioni sobre el modelo PAU puede beneficiarse de una mirada más amplia. El análisis basado en política de urnas puede reducir el fenómeno a un calco de los suburbios unifamiliares americanos, y usar este modelo para tratar de explicar la desaparición progresiva de la izquierda en la política local. Aquí entran en juego las dos dimensiones nuevas que introdujimos con Lefebvre y Soja. En cuanto a espacio concebido, la relación de los vecinos con su espacio genera discursos – tanto individuales como comunes – que no solo dan forma a la manera de vivir la ciudad, sino que alientan las demandas de transformación. De esta forma, en Móstoles, las faltas de servicios tan características del PAU 4 no llevaron simplemente a la apatía generalizada, sino a la formación de plataformas como Afectados por el PAU 4. Las vivencias particulares del PAU generan una identidad colectiva la cual, a su vez, es capaz de articular demandas de cambio.
Respecto al espacio vivido, la historia del cinturón rojo inserta en la conciencia de sus habitantes su pasado de tensiones con la capital, con los intereses empresariales, y con la especulación desarrollista que puso en segundo plano el bienestar de la zona en pro de un proyecto de miras más anchas. Esto sitúa la geografía de Móstoles en un contexto muy diferente del que llevó a la creación de los suburbios americanos – muchas veces, por ejemplo, relacionados con el conflicto racial -, o incluso de las urbanizaciones del noroeste de Madrid. Ignorar esta capa hace que tratemos tres casos muy diferentes como si fueran el mismo, y puede abocar a conclusiones precipitadas e incluso erróneas.
Lefebvre y la continuidad que le da Soja se sitúan en esta geo-historia como el alfil que revela la verdadera naturaleza de la urbe. Si queremos entender ese fenómeno que es la ciudad, no podemos olvidar ninguna de las capas que la conforman.
Julia J. Duro
Julia J. Duroes graduada en Sociología por la UC3M, ha realizado estudios erasmus en Sciences Po Paris. Ha trabajado en el Ministerio de Exteriores y en el CSIC. También ha colaborado con la Federación Española de Sociología.